
Hace algún tiempo viví como un perro, robando en las calles, mordiendo ese anzuelo que como aliciente la vida me lanzaba. Un día cualquiera este anzuelo no fue capaz de llegar a mí, y no por falta de disposición, sino más bien por una suerte de vergüenza de mí hacia mí. No pude soportar el peso de mis recuerdos, es más, estos innumerables recuerdos comenzaron a aparecerse en mis sueños, como pesadillas podridas en olor, e incluso en la vida real, como acciones plagadas de dolor. Viví y sucumbí en un mundo de terror que no hacía sino envenenar mi dicha. Esto evolucionó a tal grado que con el correr de los años la nada me invadió, cortó ese cordón que te une con el mundo oculto que se halla a vista y disposición de todos, y a esa madre viva en la crítica del tiempo. Luego, unos minutos por unos minutos, pareció que por fin una pluma desgarraría mi carne y derramaría mi sandez, pero no hizo más que aumentar el tormento, viví muerto durante cuatro siglos, pero lo que ahora veía era distinto, superaba cualquier expectativa, no era una pluma, sino un zorzalillo muerto en un barrial abandonado por añejas aguas, tomé esta triste ave en mis manos, mi cara se cubrió de un momento a otro de oscuros cristales caídos del cielo, la acurruqué en mi pecho para morir junto a ella en el frío eterno de la noche.